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miércoles, 19 de febrero de 2020

Bertrand Russell. El filósofo que dijo sí al amor libre y no a la guerra. El pensador británico siempre fue a contracorriente y sus ideas aperturistas fueron calificadas de lascivas y peligrosas. Se cumplen 50 años de su muerte

Bertrand Russell (1872-1970), figura central de la filosofía del siglo XX, no fue un hombre unidimensional. Tanto como el conocimiento, le preocupaban los asuntos políticos y sociales de su época. Los últimos años de su vida los dedicó a combatir las armas nucleares, impulsar el Tribunal contra los Crímenes de Guerra y a oponerse a la intervención de Estados Unidos en Vietnam. Su activismo antibelicista y feminista, de hecho, le causó muchos problemas: fue encarcelado dos veces (1918 y 1961); expulsado del Trinity College, en Cambridge; y le acusaron de lascivia e incluso de inducir al suicidio. No le importó: respondía solo ante su conciencia.

Fue un librepensador.
En 1920 viajó a Rusia y conoció a Lenin, que le decepcionó. A su vuelta no ahorró críticas al nuevo régimen, lo que no implicaba elogios a Occidente. Cuando le preguntaron qué tenía contra el “mundo libre” respondió de inmediato: “Que no es libre”. Y fue un pensador muy precoz. Siendo adolescente inició una investigación sobre tres cuestiones que le apremiaban: Dios, la inmortalidad y el libre albedrío. Concluyó que “no había razones para creer” en ninguna de ellas.

El amor libre y la lucha contra las estrecheces de la moralidad imperante marcaron su trayectoria. En 1957 el obispo de Rochester le escribió: “En su libro, Matrimonio y moral, no se pueden ocultar las pezuñas hendidas de la lascivia (…) a veces deben acosarlo recuerdos de asesinatos, suicidios e incalculable dolor causados por los experimentos de jóvenes unidos fuera del matrimonio”. No fue la única crítica. Pero mucho de lo que le atribuían no figuraba en el libro. Sí defendía la igualdad de derechos (políticos y sexuales) de hombres y mujeres, y calificaba de “superstición cristiana” la idea de que el sexo fuera impuro, herencia, decía, de Pablo de Tarso: “Si no tienen don de continencia, cásense. Pues más vale casarse que abrasarse”. Añadía que la ética cristiana degrada a la mujer, quien había empezado a ser libre al decaer la noción de pecado, ayudada por los anticonceptivos y su incorporación al trabajo, que le daba independencia. Proponía la educación sexual y profundizar en la igualdad: “Mantener lo antiguo exige que la educación de las jóvenes busque volverlas estúpidas, supersticiosas e ignorantes; requisito que cumplen las escuelas donde interviene la Iglesia”, porque “la ignorancia nunca puede fomentar la conducta recta ni el conocimiento estorbarla”. Además, sugería los “matrimonios a prueba” y defendía las relaciones extramatrimoniales si no suponían daño para nadie.
El 18 de febrero de 1961, Bertrand Russell (88 años) se manifiesta en Londres por la prohibición de las armas nucleares.

El 18 de febrero de 1961, Bertrand Russell (88 años) se manifiesta en Londres por la prohibición de las armas nucleares. JIMMY SIME CENTRAL PRESS

Matrimonio y moral se publicó en el año 1929 y fue un éxito. Pero le supuso mil problemas, sobre todo en Estados Unidos, adonde viajó en 1938 y donde tuvo que quedarse, forzado por la guerra. Iba a impartir un curso en la Universidad de Chicago y pensaba titularlo Las palabras y los hechos, conectando con la perspectiva del atomismo lógico, que sugería analizar los problemas filosóficos descomponiéndolos en sus elementos mínimos lingüísticos. El título pareció demasiado claro a la academia y fue rebautizado: Correlación entre hábitos motrices orales y somáticos. El rector de la Universidad, un neotomista, no lo apreciaba y no le renovó el contrato.

Tampoco fue bien acogido en la Universidad de California. Ya se veía sin ingresos (la guerra le impedía obtener dinero del Reino Unido) cuando le llegó una invitación de The City College of New York. Su llegada al centro provocó una masiva protesta de clérigos católicos. La madre de una alumna (no inscrita en las clases de Russell) se querelló alegando que su presencia era “peligrosa para la virtud de su hija”. Ante el tribunal, sus obras fueron descritas como “lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, eroticomaniacas, afrodisiacas, irreverentes, parciales, falsas y privadas de fibra moral”. Sin trabajo, se puso a escribir Historia de la Filosofía Occidental y sobrevivió gracias a un anticipo por la obra.

El laicismo le llegó casi por herencia. Cuando quedó huérfano, a los cuatro años, se vio que su padre, vizconde de Amberley, había dejado establecido que no lo educara la familia sino otras personas que eran ateas y podrían protegerlo de los “males de una formación religiosa”. Los abuelos amenazaron con un pleito que inclinó a los tutores a cederles la custodia. Siendo todavía un adolescente, decidió que el matrimonio era nefasto y lo racional, el amor libre. Corría el final del siglo XIX. Descubrió el sexo y la masturbación, una práctica que mantuvo hasta los 20, cuando se enamoró de Alys Pearsall Smith, que sería su primera esposa. Por aquellos años trabajaba ya en los tres volúmenes de Principia Mathematica, que se publicaría entre 1910 y 1913, escritos conjuntamente con Alfred North Whitehead. Con ellos alumbraron la filosofía analítica, una de las principales corrientes del siglo XX.

El matrimonio, decía, le aportó estabilidad. Más tarde recomendaría a sus alumnos (hombres y mujeres) la convivencia prematrimonial para escapar de los apremios sexuales de la edad. Con Pearshall cubría una de sus pasiones (“el ansia de amor”) y podía dedicarse a las otras dos: “La búsqueda del conocimiento y la piedad por el sufrimiento de la humanidad”.

Su actividad filosófica quedó a veces subordinada a la política. Aun así, su influencia aumentaba, a lo que contribuyó el Círculo de Viena, que impulsó el análisis lingüístico como método de abordar (y disolver) los problemas filosóficos. También uno de sus discípulos: Ludwig Wittgenstein, cuyo Tractatus prologaría, facilitando su publicación. Russell lo describe “apasionado, profundo, intenso, dominante”. Un día, Wittgenstein le preguntó: “¿Cree usted que soy un perfecto idiota?”. “¿Para qué quiere saberlo?”, replicó Russell. “Si lo soy me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en filósofo”, dijo el discípulo.

Pearsall lo acompañó en sus campañas por la igualdad de las mujeres, pero la relación entre ambos ya había decaído cuando él se convirtió en objetor frente a la participación inglesa en la Primera Guerra Mundial. Su actividad fue incesante: escribió cartas y manifiestos, intervino en mítines y sugirió que la función del ejército era más sofocar revueltas obreras que defender las fronteras de un hipotético enemigo. Por ello fue acosado por los belicistas y hasta por mujeres que criticaban su feminismo militante. El Departamento de Guerra lo consideró peligroso y le prohibió acercarse a la costa, para que no se comunicara con submarinos alemanes. Finalmente fue condenado a seis meses de prisión y expulsado del Trinity College, aunque sería readmitido en 1944. Años más tarde recordaría su estancia en prisión como placentera, dedicado a la lectura y la escritura, y visitado por la activista Dora Black, que sería su segunda esposa, y por su amante en aquellos años, Colette O’Neil.

Aunque Black era contraria al matrimonio, se casaron en 1921, poco antes del nacimiento de su primer hijo: John Conrad. El segundo nombre hacía honor a su amigo Joseph Conrad. Poco después nació una hija, Kate, y se planteó un problema: ninguna escuela era satisfactoria. El matrimonio decidió fundar una que fuera libre. Resultó un desastre: “Muchos de los principios que regían la escuela eran erróneos. Un grupo de niños no puede estar feliz sin una cierta medida de orden y rutina”, porque “dejarlos en libertad era establecer el reino del terror en el que los fuertes hacían sufrir a los débiles. Una escuela es como un mundo: solo el Gobierno puede evitar la brutalidad y la violencia”, escribió Russell en su Autobiografía.

En 1944 pudo dejar Estados Unidos y volver a Inglaterra, donde ya no era tan mal visto, y en 1950 recibió el Premio Nobel de ¡Literatura!, sin haber publicado obra alguna de ficción. Estimulado por el premio reelaboró algunos cuentos y los publicó en libro. Russell se opuso a la Primera Guerra Mundial, pero no a la Segunda. Creía que enfrentarse al nazismo era una obligación moral. Nazis y fascistas lo aborrecían por igual. En 1922, no había podido viajar a Italia para un congreso de filosofía. Mussolini anunció que a él no le pasaría nada, pero que cualquier italiano que le hablara acabaría muerto.

Terminada la segunda guerra, se movilizó contra las armas atómicas y a favor de un Gobierno mundial, convencido de que otra guerra no dejaría vencedores ni vencidos. En 1955 se publicó un manifiesto contra las armas nucleares encabezado por su firma y la de Albert Einstein. Creía que la mera exposición del peligro bastaría para abrir los ojos a la gente. No fue así, lo que le llevó a pensar que “había descubierto un hecho político”, que “posiblemente” la gente prefiere morir a ver vivos a sus enemigos. Una reflexión que lo incitó a combatir los nacionalismos y proponer que todas las armas quedaran bajo el control de un Gobierno mundial.

La crisis de los misiles en Cuba acentuó, si cabe, la conciencia de que había que moverse en todas direcciones. Escribió a los Gobiernos implicados y trató de provocar movilizaciones con escaso éxito. Paralelamente, intentó convencer a Israel de que revisara la situación de los palestinos. El resultado de toda esta actividad fue la creación de la Fundación Russell para la Paz, a la que se dedicó hasta el límite de sus fuerzas. También se opuso a la guerra del Vietnam y a cualquier violación de los derechos humanos, participando junto a Jean-Paul Sartre en el Tribunal contra los Crímenes de Guerra.

Una de las consecuencias de esta actividad fue su segundo ingreso en prisión (esta vez sólo una semana) acusado de desobediencia civil. Tenía 88 años. Le acompañó, tanto en la desobediencia como en la condena, su cuarta esposa, Edith Finch, con la que conviviría hasta su muerte. Poco antes escribió que estaba convencido de que, por desastroso que pareciera el presente, “la mejor parte de la historia humana no reside en el pasado, sino en el futuro”.

https://elpais.com/elpais/2020/01/31/ideas/1580485200_697662.html?por=mosaico

domingo, 21 de enero de 2018

PARADOJA DE RUSSELL

Nos retrotraemos a 1901, cuando Russell estaba enfrascado en sus investigaciones sobre los fundamentos lógicos de las matemáticas. Esto requirió que examinara las relaciones entre colecciones de cosas (Russell hablaba de clases, aunque el término moderno es conjunto). La naturaleza de las "cosas" de las clases era inmaterial; lo que importa era la lógica abstracta de la teoría de conjuntos.

Pertenecer a un conjunto parecía algo trivial. Si consideramos el conjunto S={a, b, c}, entonces b es un miembro de S pero g no. Si consideramos el conjunto de todos los números enteros pares, entonces 2, 6 y 1.660 son miembros del conjunto, mientras que 3, 1/2, p no lo son.

Haciendo avanzar el grado de abstracción un poco, observamos que los miembros de un conjunto pueden ellos mismos ser conjuntos. Para el conjunto de los miembros T={a, {b,c}}, el primer miembro es a y el segundo es el conjunto {b, c}. O supóngase que permitimos que W sea el conjunto que consta del conjunto de todos los números enteros pares y el conjunto de todos los números enteros impares. Esto es, W={{ 2, 4, 6, 8, ...} , { 1, 3, 5, 7, ...}}.

El conjunto W tiene dos miembros, siendo cada uno de ellos en sí mismo un conjunto que consta de una infinitud de miembros.

El hecho de que un conjunto pueda tener como miembros a conjuntos suscitó a Russell una pregunta curiosa: ¿Puede un conjunto contenerse a sí mismo? Escribió que "me parecía que una clase a veces es y a veces no es miembro de sí mismo"(24).

Ponía como ejemplo el conjunto de todas las cucharillas, que ciertamente es una cucharilla. Por tanto, el conjunto de todas las cucharillas no es un miembro de sí mismo. Asimismo, el conjunto de todas las personas, no es él mismo una persona y por ello no es un miembro de sí mismo.

Por otra parte, a Russell le parecía que ciertos conjuntos sí de contienen a sí mismos como miembros. Su ejemplo era el conjunto de todas las cosas que no eran cucharillas. Este conjunto de no cucharillas, contenía tenedores, primeros ministros británicos, números con 8 cifras; efectivamente, todo lo que no es una cucharilla. Pero el conjunto mismo no es con seguridad una cucharilla. ( no se podía mover el té con él ) y, por tanto, correctamente, pertenece dentro de sí mismo todavía a otra no cucharilla.

O considérese el conjunto X de todos los conjuntos que se pueden describir mediante 20 o menos palabras. El conjunto de todos los búfalos sería un miembro de X, ya que su descripción "El conjunto de todos los búfalos", sólo requiere 6 palabras. Asimismo, "el conjunto de todas las púas de puerco espín" (8 palabras) está en X, al igual que "el conjunto de todos los mosquitos que viven en Sudáfrica" (10 palabras). Pero este criterio de pertenencia garantiza que X ("el conjunto de todos los conjuntos que se pueden describir con 20 o menos palabras"), al haber sido descrito, por tanto, en 14 palabras debe incluirse dentro de sí mismo.

Claramente cada conjunto pertenece a una de estas dos categorías. O es un conjunto, como las cucharillas, que no es miembro se sí mismo -en cuyo caso lo llamaremos conjunto de Russell-, o es un conjunto, como X, que no se contiene a sí mismo entre sus miembros.

Estas inocentes reflexiones tomaron un giro amenazador cuando Russell decidió considerar el conjunto de todos aquellos conjuntos que no son miembros de ellos mismos. Estos es, decidió reunir todos los conjuntos de Russell en un enorme conjunto nuevo al que llamaremos R. Entonces R tendrá entre sus miembros el conjunto de todas las cucharillas, el conjunto de todas las personas y muchísimos más.

Y ahora viene la pregunta que conmovió los fundamentos: ¿Es R miembro de sí mismo? Esto es, ¿es el conjunto de todas los conjuntos de Russell un conjunto de Russell?. Sólo puede haber dos respuestas a esta pregunta: si o no.

Supongamos que la respuesta es que sí. Entonces R es un miembro de R. Para convertirse en miembro, R tiene que haber satisfecho el criterio de pertenencia que subrayábamos en cursiva anteriormente: R es miembro de sí mismo. Por tanto, si R es miembro de R, entonces R no puede ser miembro de R. Esta abierta contradicción excluye la posibilidad de un "sí" a la pregunta mortal.

Pero, ¿qué ocurre si la respuesta es un no y R no es miembro de R? Entonces R ciertamente no es un miembro de sí mismo y, como nuestro conjunto de cucharillas, cumple el requisito de pertenencia para ser admitido en R. Por tanto, si R no es un miembro de R, automáticamente debe convertirse en miembro de R. De nuevo nos enfrentamos a una contradicción.

Para Russell todo esto debería haber sido muy sencillo. Sin embargo, de alguna forma "cada alternativa lleva a su opuesta y se da una contradicción". Quedó perplejo por la "clase tan particular" que había creado con una forma de razonar que "hasta ese momento le había parecido adecuada"(25) . Es lo que ahora llamamos la paradoja de Russell.

Puede resultar de ayuda presentar una ilustración algo más concreta de las sutilezas lógicas de su argumentación. Supongamos que un conocido experto en obras de arte decide clasificar las pinturas del mundo en una de dos categorías mutuamente excluyentes. Una categoría, de muy pocos cuadros, consta de todas las pinturas que incluyen una imagen de ellas mismas en la escena presentada en el lienzo. Por ejemplo, podríamos pintar un cuadro, titulado Interior, de una habitación y su mobiliaria -colgaduras en movimiento, una estatua, un gran piano- que incluye, colgando encima del piano, una pequeña pintura del cuadro Interior. Así, nuestro lienzo incluiría una imagen de sí mismo.

La otra categoría, mucho más corriente, constaría de todos los cuadros que no incluyen una imagen de sí mismos. Llamaremos a estos cuadros "Pinturas de Russell". La Mona Lisa, por ejemplo, es una pintura de Russell porque no tiene dentro de ella un pequeño cuadro de la Mona Lisa.

Supongamos además que nuestro experto en obras de arte monta una enorme exposición que incluye todas las pinturas de Russell del mundo. Tras ímprobos esfuerzos, se han reunido y colgado de las paredes de la sala inmensa. Orgulloso de su hazaña, el experto encarga a una artista que pinte un cuadro de la sala y de sus contenidos.

Cuando el cuadro esté terminado, la artista lo titula, con toda propiedad, Todas las pinturas del Russell del mundo. El galerista examina el cuadro cuidadosamente y descubre un pequeño fallo: sobre el lienzo, junto al cuadro de la Mona Lisa hay una representación de Todas las pinturas de Russell del mundo. Esto quiere decir que Todas las pinturas del mundo es un cuadro que incluye una imagen de sí mismo, y por consiguiente, no es una pintura de Russell. En consecuencia, no pertenece a la exposición y ciertamente no debería estar colgado en las paredes. El experto pide a la artista que borre la pequeña representación.

La artista la borra y vuelve a mostrar el cuadro al experto. Tras examinarlo, éste se da cuenta de que hay un nuevo problema: la pintura Todas las pinturas de Russell del mundo ahora no incluye una imagen de sí misma y, por tanto, es una pintura de Russell que pertenece a la exposición. En consecuencia, debe ser pintada como colgado de alguna parte de las paredes no vaya a ser que la obra no incluya todas las pinturas de Russell. El experto vuelve a llamar a la artista y le vuelve a pedir que retoque con una pequeña imagen el Todas las pinturas de Russell del mundo.

Pero una vez que la imagen se ha añadido, estamos otra vez al principio de la historia. La imagen debe borrarse, tras lo cual debe pintarse, y luego eliminarse, y así sucesivamente. Es de esperar que más pronto o más tarde la artista y el experto caigan en la cuenta de que algo no funciona: han chocado con la paradoja de Russell.

Todo esto puede parecer totalmente irrelevante. Pero recuérdese que el objetivo de la obra de Russell era edificar todas las matemáticas sobre el inconmovible fundamento de la lógica. Su paradoja ponía en peligro este programa. Lo mismo que el ocupante de un ático se preocuparía al saber que hay grietas en le sótano, el matemático debe reaccionar igualmente al saber que, en los fundamentos de su ciencia, existe una fisura lógica. Esto sugiere que todo el edificio matemático, como el bloque de apartamentos, podría un día derrumbarse.

No hace falta decir que Russell se sintió conmocionado por la existencia de su paradoja y escribió: "Sentí acerca de estas contradicciones lo mismo que debe sentir un ferviente católico acerca de los papas indignos"(26). Otros también se sintieron desalentados de forma similar, como es patente en el famoso intercambio epistolar entre Russell y el lógico Gottlob Frege (1848-1925). Frege había publicado sus Leyes fundamentales de la aritmética , un enorme tratado dirigido a explorar los fundamentos de la aritmética. En él, Frege había trabajado con conjuntos de la misma forma ingenua y arrogante que había conducido a Russell a su paradoja. Russell comunicó su ejemplo a Frege, quién inmediatamente reconoció que infligía un golpe de muerte a su intento. En el volumen segundo de sus Leyes fundamentales, que iba a mandar a la imprenta cuando recibió la carta de Russell, Frege tuvo que enfrentarse con la mayor pesadilla que puede asaltar a todo estudioso: que su obra, en el último momento, resulte incorrecta. Con un patetismo solo igualado por su honradez, escribió Frege: "Con nada más indeseable puede enfrentarse un científico que con deshacerse de sus fundamentos después de terminar su obra. Me ha puesto en esa situación una carta de Mr. Bertrand Russell cuando estaba a punto de mandar mi obra a la imprenta"(27).

El enunciado de la paradoja era claro, pero no su resolución. Tras años de intentos infructuosos, los lógicos finalmente intentaron zanjar la cuestión estipulando que un conjunto que se contenga a sí mismo realmente no es un conjunto. Mediante esta táctica lógica, y algunas definiciones cuidadosamente elaboradas, se proclamó que tales clases eran ilegítimas.

Lo razonable de esta aproximación se puede quizá ilustrar mediante nuestra fábula de las pinturas. ¿Es incluso permisible hablar de una pintura que contiene una representación de sí misma? Si Todas las pinturas de Russell del mundo contuvieran una imagen de sí mismas, entonces examinando más de cerca esa imagen, quizá con una lupa, se vería una pequeña imagen de Todas las pinturas. Dentro de ella habría aún una versión más pequeña de Todas las pinturas. Y así se proseguiría, por siempre, como los interminables reflejos de un espejo de sastre. Una pintura con semejantes reflejos nunca podría pintarse.

En un sentido crudo, esto ilustra la resolución de la paradoja que intentó Russell. Escribió que "lo que encierra a todos los miembros de una colección no debe él mismo ser un miembro de una colección"(28). En consecuencia, la naturaleza autorreferencial de la pertenencia en el conjunto de Russell era ilegítima. El conjunto de Russell no era en absoluto un conjunto.

Esta solución, que exigía algunas dolorosas circunvoluciones del pensamiento, parecía engorrosa y artificial. Russell hablaba de ella como una de esas "teorías que podrían ser verdaderas pero no bellas"(29). Sólo por esto, se transfería el estudio de los conjuntos de la esfera ingenua prerusseliana a un campo menos intuitivo.

Para los matemáticos indiferentes a cuestiones de fundamentación, todo el asunto parecía requerir más reflexión de la que merecía. Y Russell llegó a creer que su reducción final de las matemáticas a la lógica era menos satisfactoria de lo que él había sospechado en su juvenil optimismo.

La tensión intelectual y su descorazonadora conclusión se cobraron un precio muy terrible. Russell recordaría cómo después de esto "se apartó de la lógica matemática con una especie de naúsea"(30). Volvió a pensar en el suicidio, aunque decidió no hacerlo porque, como observó con cinismo, seguramente viviría para lamentarlo. Poco a poco se le pasó el disgusto y, como hemos visto, le quedaron fuerzas para luchar durante otros dos tercios de siglo.

Es difícil, en un balance final, resumir su larga vida. Fue una fuerza intelectual irresistible y el gran malandrín del siglo XX. Se desesperó con la condición humana y, sin embargo, luchó por mejorarla. Fue considerado un villano con la misma frecuencia con que fue proclamado un héroe. Pero ni sus peores enemigos le pueden negar que fue un hombre leal a sus convicciones. Como le había aconsejado su abuela, no siguió a una multitud de malhechores.

Le concedemos la última palabra. En un ensayo de 1925, "Lo que yo creo", Bertrand Russell nos daba una clave de lo que sostuvo a lo largo de su dilatada y turbulenta vida:

La felicidad-escribía este gran escéptico- no es, sin embrago, una verdadera felicidad porque deba llegar a un fin, al igual que no pierden su valor el pensamiento y el amor porque no sean eternos... Aun cuando las ventanas abiertas de la razón nos hagan al principio temblar de frío después de la acogedora caldees del abrigo de los mitos tradicionales de los humanos, al final el aire fresco nos vigoriza y los grandes espacios tienen su propio esplendor (31) .

Este trabajo ha sido realizado para el curso de SAEM Thales, Formación a Distancia a través de Internet, por M. Carmen Márquez García, cmgarcia@cica.es

martes, 23 de julio de 2013

¿Por qué hay algo en vez de nada? Lawrence M. Krauss trata de desmontar la creencia en lo sobrenatural

¿Por qué hay algo en vez de nada?
Lawrence M. Krauss trata de desmontar la creencia en lo sobrenatural como origen del universo
El polémico divulgador científico lo hace desde la cosmología

Hay tres poderosas razones para leer este libro, y el lector es muy libre de elegir la que prefiera. La primera es que Lawrence Krauss (Nueva York, 1954) es uno de los intelectuales más interesantes de nuestro tiempo. Cosmólogo y físico teórico de primera línea, director del Proyecto Orígenes de la Universidad de Arizona y polemista de altura —llegó a conminar al papa Ratzinger a retractarse de su teología desde las páginas de The New York Times—, Krauss es uno de esos raros científicos que levantan la vista de sus ecuaciones para ver qué implican en el gran cuadro de las cosas y las ideas. Una inteligencia del futuro, con toda la ciencia, la profundidad y el arte en su pluma. Y no sin cierta mala uva.
La segunda, muy relacionada con el último punto, es que Un universo de la nada puede leerse como un argumento contra la religión, o contra cualquier creencia en lo sobrenatural, y que tanto el autor como sus editores hacen explícito ese ángulo con transparente intención polémica. El biólogo, divulgador y ateo militante Richard Dawkins lo expresa admirablemente en el postfacio: “Si El origen de las especies fue el golpe más letal de la biología a la creencia en lo sobrenatural, quizás acabemos viendo que Un universo de la nada es su equivalente en la cosmología; el título quiere decir lo que dice; y lo que dice es devastador”.
Y la tercera es que el último libro de Krauss —octavo en un currículo que incluye el superventas del año pasado La física de Star Trek— es seguramente la mejor explicación de la cosmología moderna para el lector general disponible en el mercado. Krauss es un divulgador científico de ensueño, rápido, transparente y penetrante, y su escritura está llena de chispa y digresión anecdótica, con un seductor sentido del humor. Algún día toda la especie humana será así.
Hay pocas aventuras intelectuales tan cautivadoras como la cosmología del siglo pasado, en la que aún seguimos inmersos. A principios del siglo XX, la sabiduría convencional era que nuestra galaxia, la Vía Láctea, ocupaba la totalidad de un universo estático e inmanente, y hoy sabemos que solo es una entre los 400.000 millones de galaxias que pueblan el universo observable. Un universo que, para colmo, parece absorto en una expansión acelerada que solo puede conducir a su muerte no ya térmica, sino por falta de sustancia.
Parecemos vivir, por otro lado, en un periodo privilegiado en la historia del cosmos. En el futuro lejano, debido a la expansión acelerada de todo cuanto existe, cada galaxia parecerá estar aislada: parecerá, en efecto, ser la única galaxia del universo, como creíamos en la Vía Láctea a principios del siglo XX. La expansión será tal que toda otra galaxia quedará fuera de toda observación y toda interacción permitida por la relatividad de Einstein, que fija un límite máximo para la velocidad de la luz y cualquier otra cosa.
Los astrónomos del futuro serán mucho más ignorantes que los nuestros, en flagrante contradicción con cualquier idea intuitiva de progreso. Como dice Krauss, “vivimos en un tiempo muy especial, el único tiempo en que la observación permite verificar que… ¡vivimos en un tiempo especial!”. Se trata de una paradoja antrópica, un término casi cabalístico que usan los físicos para referirse a los posibles sesgos que puede introducir en nuestros modelos del mundo el mero hecho de que nosotros estemos observando. El mero hecho de que vivamos en el tipo de universo que permite que vivamos, si me permiten el gongorismo.
Un universo de la nada expone magistralmente el inmenso avance en nuestra comprensión del mundo que han supuesto los últimos cien años de cosmología. De la gran aportación de Einstein con su teoría del tiempo, el espacio y la materia (la relatividad general), pasando por Henrietta Swan Leavitt, la mujer que convirtió las cefeidas en una cinta métrica para medir el cosmos; el astrónomo y exabogado Edwin Hubble, que demostró la expansión del universo con su telescopio y utilizando la teoría de Henrietta, y el físico teórico y sacerdote Georges Lemaître, que leyó el Big Bang en las ecuaciones de Einstein y es sin duda uno de los dos grandes curas de la historia de la ciencia, junto al fundador de la genética, Gregor Mendel.
El título de esta reseña es el subtítulo del libro de Krauss, y también su columna vertebral: ¿Por qué hay algo en vez de nada? Una pregunta milenaria y, según el autor, el último reducto de los teólogos y otros pensadores creyentes. Incluso si la ciencia logra explicar las leyes que rigen el comportamiento de la naturaleza y del ser humano dentro de ella, sostiene esta corriente teológica, jamás podrá responder esa última de las cuestiones. ¿Por qué hay algo en vez de nada?
Apuntando a la cabeza, Un universo de la nada se propone nada menos que responder a esa última de las preguntas. No le voy a reventar el final: lea el libro.
Un universo de la nada. Lawrence M. Krauss. Postfacio de Richard Dawkins.Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García. Pasado & Presente. Barcelona, 2013. 251 páginas. 22 euros
Fuente: El País.